10.10.09

La palomita de Don Marquitos

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Mi salón era bien parecido.


Mi primera escuela era de monjas, aunque no recuerdo a ninguna en particular. A quien sí recuerdo es a Don Marquitos, el portero del nido. Me recibía muy temprano porque-al menos así lo recuerdo- yo era la primera en llegar y la última en partir.



Don Marquitos era un viejito de poco pelo, muy parecido a mi abuelo, sobre todo en la forma de vestir. Bonachón como él solo y aparentemente dormilón porque cada mañana me sentía en la necesidad de repetir la misma frase: "Don Marquitos no se duerma" o "No se duerma Don Marquitos".

Don Marquitos y yo en foto inédita. Él está más despierto que nunca y yo no. Diciembre del '91.


La verdad es que no sé qué atribuciones me tomaba como para pedirle a Don Marquitos que no durmiera. Pero lo hacía, y siempre. Me pregunto si me habrá tenido cariño o a lo mejor, me veía como una mocosa fastidiosa y engreída. De repente, fui su 'palomita', como cariñosamente llamaba el personaje de Don Fermín- de la ¿novela? Carrusel- a Cirilo y María Joaquina, o quizá solo fui una de las tantas pequeñuelas que no lo dejaban pestañear un ratito.



Aquí sola, encima de Jesús. Diciembre del '91.




Don Marquitos y yo conversando (a veces era así)

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1.9.09

La goma de Garfield

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Cuando tenía cinco años, mi mamá me compró una goma en forma de Garfield. La amé. Quise embadurnar mis manos con el pegamento del felino, aplastarlo hasta dejarlo vacío y correr por mi casa como loco calato.

Mi mamá no me dejó. Me dijo que la goma era para el colegio. ¿Colegio? ¿Será un tío del que jamás me han hablado? O peor aún, ¿será un hijo que mi mamá no me ha presentado todavía?



Temblé. Tuve miedo. Esa goma debía ser mía, solo mía. Nuestra relación debía ser como la de Garfield y su lasagna: imperecedera. O como la de mi mamá y mi papá: interminable.

Más adelante, descubrí que el colegio era un lugar. Más bien, era un palomar. O al menos es lo que entendí cuando me dijeron "nido".Llegó el día, entonces, en que conocería el nido y a las maestras (a las cuales mi mamá describía como barbies, pero que de muñecas no tenían nada).

En mis manos llevaba la goma, la bendita goma, la goma sagrada. Estaba lista para ponerme a las órdenes de mi barbie-profesora y pegar desde fideos hasta bolitas de papel crepé. Lo que sea con tal de abrir mi goma.

Sin embargo, la profesora tenía otros planes. Maléficos, diría yo. Con una amplia sonrisa, me preguntó: "¿Y tus materiales?". Yo, gansa como hasta ahora, le enseñé mi goma. Quería que sintiera mi felicidad.
-¡Ah!-me dijo- Trajiste tu goma. Pues, qué bueno. La pondré con las demás.

Y así lo hizo. La guardó en un closet celeste junto con otras gomas que no le llegaban ni a los talones a mi gordo Garfield. Es más, no tenían formas y todas se llamaban 'David'.

Me tuve que resignar a "compartir", palabra incomprensible para un hijo único. Desde entonces y hasta ahora, usé cualquier otra goma, pero no volví a ver a Garfield jamás.

A veces lo extraño. Me pregunto quién habrá tenido la suerte de pegar papel crepé con él...
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